viernes, 20 de enero de 2012

LA NEVERA DE LAS MENTIRAS

Erase una vez un pueblo en las montañas donde la gente siempre cerraba la puerta de la nevera. Y digo bien, la nevera, porque sólo tenían una. La compartían todos los vecinos y en ella no se guardaban alimentos. Se guardaban las mentiras.
La nevera estaba en el centro del pueblo, en una plaza que no tenía adoquines sino que era un verde prado de hierba fresca. Y en el centro de ese verdor, la nevera blanca como la nieve. Siempre cerrada.
Los vecinos acudían a ella para dejar o coger mentiras, pero siempre cerraban la puerta después. Si alguien tenía que decir una mentira emprendía entonces el camino hacia el prado en busca de la nevera para abrirla y coger la invención que necesitaba. Cuando llegaba a la nevera, al abrir la puerta salía un aire frío que daba en el rostro. Dentro estaban las mentiras que eran también frías, muy pesadas y cortaban como un cuchillo afilado. Cuando un vecino cogía una y la llevaba encima, no podía ocultarlo. Se le notaba al andar y en los gestos del rostro. Y la gente decía, ese lleva una mentira encima. Y el portador de la falsedad se avergonzaba, agachaba la cabeza, se arrepentía y volvía a dejar la mentira en la nevera.
De esta forma, en este pueblo de las montañas, la gente no utilizaba las mentiras y la sinceridad corría por las calles al encuentro de cada habitante.
Pero un día alguien se dejó abierta la puerta de la nevera.
Era un día caluroso pero a pesar de ello, el aire frío del interior de la nevera salió a las calles y se iba encontrando con los vecinos dejando un semblante de desconfianza en sus rostros. Cuando alguien se encontraba con otra persona notaba esa suspicacia en la cara y le volvía temeroso. Así, los vecinos comenzaron a acudir a la nevera en busca de una mentira que les defendiera. Pero el calor había entrado en las estanterías y había descongelado las mentiras. Ya no eran frías ni pesadas ni cortaban como cuchillos. Ahora eran ligeras y suaves y se podían llevar en el bolsillo o en el puño cerrado de una mano sin que los demás se dieran cuenta.
Por primera vez se escucharon en ese pueblo de las montañas frases como: ‘yo no fui’, ‘llámame en cinco minutos que estoy en una reunión’, ‘me voy porque tengo prisa’, ‘mañana te pago’, ‘te juro que no se lo voy a contar a nadie’, ‘me lo dejé en casa’, ‘ese vestido te queda muy bien’, ‘sólo tengo ojos para ti’ o ‘la última y nos vamos’.
Pronto la nevera se quedó vacía. Todos los vecinos tenían mentiras para los demás, menos uno, que cuando llegó a la nevera ya no quedaba ninguna para él. Así que no le quedó más remedio que seguir diciendo la verdad.
En el día a día con el resto de personas del pueblo se iba enfrentando a las mentiras de todos. Un mañana, a la hora de pagar el desayuno en el bar, su acompañante dijo que no llevaba dinero y que si le podía invitar. Él, que sólo podía decir la verdad, le contestó, estás mintiendo. El otro insistió y el vecino que no podía mentir le planteo: si te demuestro que mientes, ¿me darás la mentira y no la utilizarás más? El otro aceptó porque se creía seguro en su falsedad. Dicho esto, el hombre que no podía mentir se agachó, cogió del suelo un billete y le dijo al mentiroso: se te cayó del bolsillo cuando sacaste tu mentira.
Y así fue recogiendo todas las mentiras de sus vecinos y las fue guardando de nuevo en la nevera donde se conservaron frías, pesadas y afiladas como cuchillos con la puerta bien cerrada.