lunes, 25 de enero de 2010

ATARDECER EN LISBOA

Atardecer en el río Tejo, sobre el puente '25 de abril'

Regreso a Lisboa un año después para descubrir esta vez la ciudad al sol del invierno. Tras mi experiencia bajo la lluvia del año pasado, confío en el anticiclón de las Azores para pasar unos días agradables bajo la caricia del rubicundo Apolo.

Después de meterme un buen plato de bacalao entre pecho y espalda, el primer paseo por las calles de Lisboa me ha llevado hasta el río Tejo para contemplar una bonita puesta de sol. Ya siento de nuevo el empedrado de sus aceras en la planta de mis pies, el traqueteo del electrico subiendo las cuestas hasta el barrio de Graça, el sonido de un fado desparramarse entre las luces de las callejuelas de Alfama...

MÁS ALLÁ DE LOS BACHES...

Iglesia abandonada de Matallana, con el pico Ocejón (2.048 m) de fondo


“Hemos descrito círculos hasta que hemos llegado los dos otra vez al hogar. Lo hemos anulado todo menos nuestra libertad, todo menos nuestra alegría’

Walt Whitman


Es una de las cosas que aún tiene pendientes el alcalde de Campillo de Ranas, que le arreglen la carretera de acceso a la comarca del Ocejón. La ruta de la arquitectura negra de Guadalajara se ubica en el extremo noroeste de la provincia, cerca ya de la Comunidad de Madrid. Tanto si se accede desde la A-1 como desde la A-2, para llegar hasta Campillo, los últimos kilómetros de carretera son insufribles. Uno no sabe si es que no los arreglan porque no alcanza el presupuesto o porque definitivamente han decidido dejar la pista así con el objetivo de crear esa sensación de que uno llega al culo del mundo y que la civilización queda atrás, muy atrás.


Superada la prueba de conducción entre baches, el visitante llega a los pueblecitos de Campillo de Ranas, Majaelrayo, Robleluengo, Roblelacasa, El Espinar, Campillejo o el despoblado de Matallana. Estamos en el corazón de la zona de la arquitectura de pizarra que aporta una característica especial a las construcciones, el color negro. Estas piedras oscuras las encuentran los lugareños en el terreno y a lo largo de los siglos han sido su material de construcción. Fachadas, tejados y hasta el pavimento de las calles se hace con estas lascas lisas y brillantes. Entre el verdor del paisaje cuesta a veces distinguir los núcleos de población formados por pequeñas casas negras. De vez en cuando sobresale de los tejados una espadaña con dos campanas o una torre más elevada como la de Campillo de Ranas.


Nos encontramos en la vertiente oeste del pico del Ocejón que con 2.048 metros es uno de los más altos de Castilla-La Mancha. Su cima aparece nevada y semioculta entre las nieblas en los días de invierno. Al otro lado está Valverde de los Arroyos; a este lado está Majaelrayo, el pueblo de las danzas del Santo Niño (primer domingo de septiembre, declaradas de Interés Turístico Regional) y de aquel anuncio del coche todoterreno, “¿Y el Madrid qué, otra vez campeón de Europa?”, que decía el cabrero. Y unos kilómetros antes está Campillo de Ranas, el pueblo de las bodas civiles.


Esta historia comenzó en 2005 cuando el Parlamento Español aprobó los matrimonios entre homosexuales. Algunos alcaldes españoles se opusieron a oficiar bodas entre personas del mismo sexo en sus ayuntamientos en un intento de boicotear la Ley. Fue entonces cuando, desde un pueblo de 50 habitantes, al que se llega después de más una hora de carretera llena de baches, surgió segura la voz de su alcalde que clamaba: “Yo caso”.


Campillo de Ranas


Francisco Maroto es un alcalde joven, homosexual y dedicado a la apicultura. Aquella frase ha resultado, años después, un acierto para la revitalización de la economía de su municipio. Campillo de Ranas se ha convertido en un destino entre montañas al que acuden parejas de todo el mundo para casarse, la mitad de ellas homosexuales.


Iniciativas como ésta, sumadas a los proyectos de desarrollo promovidos desde programas europeos como el Leader, que han fomentado la proliferación de restaurantes y alojamientos rurales, han convertido a la comarca de Campillo de Ranas en un referente del turismo rural muy demandado.


Arquitectura popular de pizarra


Claro, que contaban ya con el decorado. El paisaje natural de estos pueblos negros es espectacular. El simple paseo por las calles enlosadas de pizarra o el senderismo por los alrededores en busca de las corrientes del tramo alto del río Jarama o de las chorreras del arroyo del Soto, son ofertas apetecibles para todos aquellos que quieran alejarse de la gran ciudad. Y si todo esto termina sentados a la mesa en torno a un buen asado de cordero o de cabrito, pues eso, que a uno le entran ganas, no sólo de casarse, sino de quedarse a vivir aquí para siempre.

Casas de pizarra en Campillo de Ranas

viernes, 8 de enero de 2010

ME FALTA UN VERANO

Playa de Huanchaco en el océano Pacífico

(Como complemento a la entrada 'Me voy a Perú con la maleta vacía' de junio de 2009)

Echando cuentas resulta que me falta un verano. Dicho así puede parecer que me defino a mí mismo como poco inteligente, que no razono como es debido (que todo puede ser), que me falta un hervor, que se dice también. Pero es cierto, me falta el verano de 2009. Esto es lo que ocurre cuando uno pasa los meses de julio, agosto y septiembre en el hemisferio sur.
Más allá de las consecuencias fisiológicas que esto pueda acarrear, que considero ya a estas alturas del año que no han sido demasiado graves, resulta que me he perdido los días de playa tumbado sobre la arena, mano sobre mano, escuchando las olas del mar; los atardeceres en pantalón corto y chanclas hasta las diez de la noche tomando cañas en cualquier terraza; los chapuzones en la playeta del Escabas o en la piscina de Albalate; las verbenas de los pueblos hasta el amanecer; el calor bochornoso de las cuatro de la tarde.
Si me he perdido todo eso, ¿qué he ganado? En primer lugar, muchas noches junto a una estufa, pero de eso no quiero acordarme. Quiero que estas líneas sean una reflexión sobre una experiencia vivida con pasión. Porque considero que si no fuera así no habría merecido la pena.
Lo cierto es que cuando me quise dar cuenta estaba viviendo en medio de los Andes compartiendo mi tiempo con un puñado de niños sucios y con la chompa rota, que sólo querían jugar cuando salían de la escuela, pero que tenían que sacar a pastar el cordero o el chanco, o coger en brazos a su hermanita pequeña o ir al río a lavar la ropa.
Recuerdo que cuando estaba haciendo la maleta no sabía qué meter, así que me la llevé vacía. Ahora, algunos meses después de regresar, he ido sacando poco a poco todo lo que me traje de Perú. El sitio que reservé para los paisajes lo ocupan las estampas de los cerros que me pateé arriba y abajo; el de los abrazos viene repleto, aunque me faltó uno fuerte que dar, por lo que tendré que volver; el hueco que dejé para las voces suena a las risas de los niños. Me he traído también los sabores de la salsa huancaína, del arroz chaufa y del maldito rocoto picante que no pude más que probar un poquito.
Tuve frío en las montañas y sentí el calor en mis manos cuando apreté otras manos. Me quedé con las ganas de ver el vuelo de los cóndores, por eso de compararlo con el del buitre leonado, pero escuché el agua de los manantiales en el nevado del Huaytapallana y sentí como caía helada por mi cabeza cuando mi amigo Víctor me purificó aquella mañana mágica.
Afortunadamente no me escupió ninguna llama maleducada y yo mismo comprobé que el sabor de las hojas de coca es amargo. Aún resuenan en mi mente, y espero que no dejen de hacerlo, las veladas musicales con el grupo Kallpa (hasta bailé ‘santiago’ una noche) y recuerdo las historias que me han contado día tras días los muchos amigos que conocí: Jose Valdivia, Marco, Jesús, Katia, la pequeña Micaela, Víctor, los niños de las escuelas de Pucará, Lucho, las amigas de APDH en Lima, Isa, Ronald...

La ciudad perdida de Machu Picchu

Quise mirar al cielo desde las cumbres de Machu Picchu para saber qué se siente y descubrí que lo más importante no es el lugar, por muy maravilloso que sea, sino lo que ves. Y yo he visto sonrisas en la pobreza. Y eso no lo olvidaré.

Janet, 8 años, con su gato en su casa de Pucará, Huancayo

Todo esto es lo que gané durante el verano de 2009. El verano que me perdí.