domingo, 19 de diciembre de 2010

¿DÓNDE ESTÁ LA NAVIDAD?


Avanzaba el mes de diciembre con la sensación de que algo no marchaba bien. En el palacio del Calendario había más movimiento del habitual. Los días, las semanas, incluso los meses, que tanto les costaba avanzar a veces, se movían inquietos. Unos y otros se cruzaban por los pasillos, se asomaban por las ventanas, miraban detrás de las cortinas, levantaban alfombras, abrían cajones, se quedaban parados de repente delante de un reloj viendo como el minutero avanzaba, como el segundero volaba girando en la esfera del tiempo. Tic tac, tic tac… Había alboroto en el palacio del Calendario y entre carreras y prisas, los meses, las semanas, los días, las horas, se cruzaban entre sí, se apelotonaban en una u otra habitación, pasaban de octubre a mayo, de febrero a julio, y entre gritos se escuchaba una y otra vez la misma pregunta: “¿Dónde está la Navidad?”

En la más alta de las habitaciones de aquel palacio circular, la luz no se apagaba ni de noche ni de día desde hacía una semana. El señor del Calendario mantenía reuniones, una tras otra, con todos los responsables del paso del tiempo. Se hacían preguntas pero ninguna tenía respuesta. Todo comenzó cuando se despertó el nueve de diciembre. Hacía frío aquella mañana, sí, pero es que la habitación del mes de diciembre da al norte y en ella siempre hace frío. Cierran muy mal las ventanas y por ellas se cuela a veces la nieve que cubre con un manto blanco los días. Depende de cómo sople el viento, algunas veces la nieve cae sobre el catorce de diciembre, otras sobre el veintiocho. Nunca se sabe con certeza. Pero estos días que son bajitos, o mejor dicho, cortos, con la sombra de la noche que les oscurece el rostro, tiritan casi siempre. Al nueve de diciembre le gustaba mucho mirar por la ventana cada año porque siempre veía a lo lejos, sobre el horizonte, la luz de la Navidad y corría escaleras arriba hasta la más alta de las habitaciones del palacio para comunicarle al señor del Calendario que la Navidad estaba cerca.

Este año el nueve de diciembre se pasó casi la mitad de su tiempo escudriñando el paisaje que se veía desde su frío ventanal. Se le helaron las naricillas con el viento frío del norte pero no vio nada. Pasó la tarde un poco triste y esa vez no subió a la más alta de las habitaciones del palacio. Sólo, cuando estaba ya cansado, a punto de quedarse dormido, le dijo al diez de diciembre: “No he visto venir a la Navidad. Presta tú atención”.

El mismo recado se sucedió a los tres días siguientes de diciembre, hasta que el catorce decidió subir a la habitación más alta del palacio. Encontró al señor del Calendario atareado sobre una mesa llena de papeles. Junto a él estaba el siete de diciembre reclamando que le cambiaran de ubicación cansado de estar entre el seis y el ocho. “Esos dos perezosos no trabajan nunca”, decía, “y yo en medio sin saber qué hacer, si trabajar o vestirme de rojo como ellos”. “No te preocupes”, le decía el señor del Calendario, “tenemos casi un año para solucionar ese problema. Bájate a la habitación y descansa”. “¿A la habitación? ¡En esa habitación del mes de diciembre hace un frío que pela!”, refunfuñaba el siete.

Cuando el catorce de diciembre estuvo a solas con el señor del Calendario le transmitió su preocupación. “Ni el nueve ni el diez ni el once ni el doce ni el trece ni yo hemos visto llegar a la Navidad”, dijo. Fue en ese momento cuando el señor del Calendario se dio cuenta de que el nueve de diciembre no había subido como siempre, cinco días atrás, a darle la buena noticia de la llegada de la Navidad. “Últimamente estoy demasiado ocupado”, se dijo a sí mismo. Su rostro estaba surcado por más de dos mil arrugas y se notaba en su mirada cómo el paso del tiempo le envejecía sin piedad y tenía cicatrices que recordaban heridas, como aquella de la revolución francesa cuando quisieron quitarle de en medio.

Asomado a la ventana de la más alta habitación del palacio, el señor del Calendario se preocupó: “Si no viene la Navidad tendrá consecuencias sobre el resto del año. ¿Qué será de las personas sin estos días de descanso, sin poder ver a sus seres queridos, sin sentirse añorados o extrañados por los que tienen lejos o queridos y amados por los que tienen cerca? ¿Qué será de los niños sin la ilusión de los regalos? ¿Qué harán todo un año los reyes Magos vagando por el desierto sin saber llegar a su destino? ¿Cuándo nos comeremos tantas toneladas de turrón?”

No había pasado ni media hora cuando la noticia se había propagado por todo el palacio. Las puertas de las habitaciones estaban abiertas y el calor de julio hacía sudar a los días de diciembre. Los días de Carnaval se mezclaron con la Semana Santa y los trajes de arlequín se confundían con los de nazareno. El 24 de junio encendió una hoguera y a ella se acercaron los días de enero. Se formaban corrillos y se comentaba la noticia: “¿Dónde está la Navidad?”

El señor del Calendario mandó recado a todos los lugares del mundo para consultar a otros calendarios la extraña ausencia de la Navidad. El escurridizo santiamén se encargó de llevar y traer mensajes. Pero ninguno llegaba con buenas noticias. El calendario chino nada sabía y apuntaba que ellos estaban en otra cosa, organizando la llegada del año del tigre; el anciano calendario judío dijo que tampoco había visto la Navidad. Ni siquiera el más joven calendario musulmán sabía nada a pesar de que ellos habían celebrado la fiesta del cordero hacía pocos días.

En la más alta de las habitaciones del palacio continuaba reunido el consejo del Tiempo. Alrededor de una gran mesa redonda se sentaban desde el siglo primero al siglo XX, el último en formar parte del consejo. Todos hacían memoria pero ninguno recordaba un año sin Navidad. “En aquellos primeros años las personas celebraban la Navidad ocultos en catacumbas”, recordaba el siglo primero. “Miseria y muerte había en las calles durante muchos de mis años. La peste entraba en las alcobas”, dijo el siglo XIV, “pero siempre se encendía una vela en la Nochebuena”. “Cuando nací yo se pensaba en el fin del mundo”, dijo el siglo XI, “pero hubo Navidad”. “Dos grandes guerras he tenido que sufrir en mis años”, apuntó el siglo XX que tenía los recuerdos más recientes, “pero hubo Navidad”. El veintiuno de diciembre se acurrucaba en su cama bajo la manta del invierno que acababa de estrenar y nada se sabía de la Navidad.

Pero aquella noche no durmió nadie. Ni los meses, ni las semanas, ni los días, ni siquiera las primeras horas de la mañana que siempre se hacen las remolonas. No durmió ni la siesta que tan despistada estaba con tanto ajetreo que acabó compartiendo café con la medianoche.

Al fin, en las primeras horas del veintidós de diciembre, el consejo del Tiempo llegó a una conclusión. Después de estudiar sus recuerdos, después de analizar los mensajes y pistas llegadas de todo el mundo y que no conducían a nada, el señor del Calendario tomó la palabra: “La Navidad se ha perdido en el tiempo y no sabe llegar a su fecha. Hay que encontrarla y ayudarla a llegar en menos de dos días. El encargado de llevar a cabo esta misión será el nueve de diciembre que tiene la vista adaptada para descubrir el primer destello de la Navidad, pero ordeno al resto de días, tanto laborables como feriados, a las 53 semanas y a los doce meses, que faciliten su trabajo”. De esta forma se acordó buscar a la Navidad por todo el palacio del Calendario.

El nueve de diciembre comenzó a buscar en la alcoba del veinticuatro de diciembre a quien encontró llorando en un rincón. A su lado estaba, vestido de rojo, el veinticinco. Su cara pálida lo decía todo. Más allá vio al resto de días del mes de diciembre, sombríos, apagados, cabizbajos. Allí no estaba la Navidad. En la habitación del mes de enero había entrado la nieve porque la ventana cerraba tan mal como la de diciembre. El día primero, que también vestía de rojo apartó las sábanas de su cama y dijo: “Aquí no está”. Cuando se disponía a salir ya de la habitación del mes de enero vio a alguien en un rincón. Al acercarse escuchó un gimoteo. “¿Y a ti que te pasa?”, preguntó el nueve de diciembre. “Sin Navidad yo no existo”, contestó la Cuesta de Enero.

En la habitación del mes de febrero, que era más pequeña que las demás, se encontró al Carnaval y a la Cuaresma buscando su sitio. Nunca saben qué fechas les corresponden de un año para otro. “La culpa la tiene la Semana Santa”, decía la Cuaresma. “No, la tiene la luna de abril”, argumentaba el Carnaval. “¡Habéis visto a la Navidad!”, gritó el nueve de diciembre. “Por aquí nunca ha pasado la Navidad”, contestaron.

Encontró a la primavera en la habitación del mes de marzo pero tampoco sabía nada. Al salir tuvo cuidado de no pisar los primeros brotes verdes que salían del suelo. El mes de abril estaba furioso tratando de controlar a sus días de lluvia y sus días de sol y tenía toda la habitación revuelta. El dos estaba junto al nueve, el diez con el quince. Ahí tampoco estaba la Navidad.

Nada más salir del mes de abril se encontró al Primero de Mayo pidiendo mejoras laborales. “Pero si tú no trabajas nunca, que vas de rojo”, le dijo el cinco de mayo. Esa habitación estaba llena de flores y los días eran alegres y de buen color. Pero no había ni rastro de la Navidad.

Y así continuó por todas las habitaciones. En el mes de junio se encontró con los días más largos. Medían más de quince horas. En la habitación del mes de julio hacía un calor bochornoso y sus días se bañaban en una piscina. En la sala del mes de agosto no encontró a nadie. “Se han ido de vacaciones”, le dijo el uno de septiembre, “pero ya volverán”, concluyó con una pícara sonrisa. El nueve de diciembre volvió a sentir el frío en la habitación del mes de octubre y vio ponerse el sol a través de la ventana del mes de noviembre y supo entonces que era el día de Nochebuena y que no había encontrado a la Navidad. Y fue una noche triste en el palacio del Calendario.

El veinticinco de diciembre se despertó temprano, como siempre pero esta vez no había regalos ni restos de la cena de la noche anterior ni rescoldo en el hogar. El mes de diciembre estaba en silencio aún y sólo escuchó una vocecita gritar más allá de la puerta. Salió al pasillo y vio correr al tres de junio: “¡Tengo una estrella de navidad, tengo una estrella de navidad!”, gritaba mientras subía corriendo a la habitación más alta del palacio llevando en sus manos la luz brillante. Quería darle la noticia al señor del Calendario. El veinticinco de diciembre se preguntaba por qué tenía una estrella de navidad el tres de junio y no él. Decidió subir también a hablar con el señor del Calendario. Pero cuál fue su sorpresa cuando al llegar arriba descubrió a otros días también con una estrella de navidad. Estaba el cuatro de agosto, el veintitrés de septiembre, el catorce de abril, el siete de marzo, el cuatro de mayo… Y cada vez llegaban más: el ocho de julio, el once y el dieciséis de noviembre, el veinte de enero, el once de febrero… La habitación más alta del palacio se fue llenando de días con su estrella de navidad. Todos decían haberla encontrado en su alcoba. Todos tenían una y junto a ella un deseo: qué el sol caliente donde hace frío, rezaba la del solsticio de invierno; qué no se hundan más petroleros en el mar, decía la del trece de noviembre; qué ninguna bomba pare tu tren, se leía en la estrella del once de marzo; qué nadie tenga que dar la vida por nadie, ponía en la estrella del Viernes Santo; qué el último pétalo de la margarita siempre diga sí, gritaba el catorce de febrero…

En medio de todo ese jaleo, el veinticinco de diciembre sintió que le tocaban el hombro. Al darse la vuelta vio al veinticuatro de diciembre que tenía dos estrellas: “Toma”, le dijo, “esta es para ti. Estaba en tu alcoba”. Y así él también tuvo su estrella. “¿Cuál es tu deseo?”, le preguntó entonces al día de Nochebuena. “Qué no falte un plato de comida en ninguna mesa. ¿Y el tuyo?” “Que todos los niños nazcan en paz”, contestó el veinticinco de diciembre. Y aquella vez todos los días fueron Navidad.

Foto: Toni Ramos

martes, 7 de diciembre de 2010

¿POR QUÉ HABLA TAN ALTO EL ESPAÑOL? De León Felipe

Niño caribeño, en Colombia


Este tono levantado del español es un defecto, viejo ya, de raza. Viejo e incurable. Es una enfermedad crónica.

Tenemos los españoles la garganta destemplada y en carne viva. Hablamos a grito herido y estamos desentonados para siempre, para siempre porqué tres veces, tres veces, tres veces tuvimos que desgañitarnos en la historia hasta desgarrarnos la laringe.

La primera fue cuando descubrimos este continente, y fue necesario que gritásemos sin ninguna medida: ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra! Había que gritar esta palabra para que sonase más que el mar y llegase hasta oídos de los hombres que se habían quedado en la otra orilla. Acabábamos de descubrir un mundo nuevo, un mundo de otras dimensiones al que cinco siglos más tarde, en el gran naufragio de Europa, tenía que agarrarse la esperanza del hombre. ¡Había motivos para hablar alto! ¡Había motivos para gritar!

La segunda fue cuando salió por el mundo, grotescamente vestido con una lanza rota y una visera de papel aquel estrafalario fantasma de la Mancha, lanzando al viento desaforadamente esta palabra de luz olvidada por los hombres: ¡justicia! ¡justicia! ¡justicia...! También había motivos para gritar! ¡También había motivos para hablar alto!

El otro grito es más reciente. Yo estuve en el coro. Aún tengo la voz parda de la ronquera. Fue el que dimos sobre la colina de Madrid, en el año de 1936, para prevenir a la majada, para soliviantar a los cabreros, para despertar al mundo: ¡eh! ¡qué viene el lobo! ¡qué viene el lobo...!¡qué viene el lobo!

El que dijo tierra y el que dijo justicia es el mismo español que gritaba hace 6 años nada más, desde la colina de Madrid, a los pastores: ¡eh! ¡qué viene el lobo!

Nadie le oyó. Los viejos rabadanes del mundo que escriben la historia a su capricho, cerraron todos los postigos, se hicieron los sordos, se taparon los oídos con cemento, y todavía ahora no hacen más que preguntar como los pedantes: ¿Pero por qué habla tan alto el español?

Sin embargo, el español no habla alto. Ya lo he dicho. Lo volveré a repetir: el español habla desde el nivel exacto del hombre, y el que piense que habla demasiado alto es porqué escucha desde el fondo de un pozo.

León Felipe, en 1943, en el exilio, en América.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

POSTALES DE CUENCA. LOS RASCACIELOS

Casco antiguo de Cuenca visto desde Ars Natura

¿Qué sensación debía producir en un habitante del Medievo asomarse a una altura de diez u once pisos todas las mañanas? Desde las primeras décadas del siglo XX comenzaron a construirse los rascacielos en las grandes ciudades y esas figuras estiladas surgieron de repente entre las casas buscando las alturas, ofreciendo una solución al aumento de población en las grandes urbes. Esa fue también la idea que llevó, cinco siglos atrás, a los arquitectos de la vieja ciudad de Cuenca a descolgarse en las hoces haciendo casas suspendidas en el abismo. Durante siglos, los rascacielos de San Martín fueron los edificios más altos de Europa, hasta el desarrollo de nuevas técnicas constructivas que utilizaban el hormigón. Estos edificios están hechos con piedra, madera, argamasa y yeso. Algunos tienen hasta diez y once plantas. Curiosamente, el edificio más alto de la Cuenca moderna, la torre blanca de la plaza de Santa Ana, sólo tiene diez plantas.

En el casco viejo encontramos rascacielos en ambas vertientes, en el Júcar y en el Huécar, aunque nuestra postal enfoca esta vez los aventurados edificios del barrio de San Martín. Tienen su entrada por la calle Alfonso VIII, entre los números 1 y 77 y van a asomarse a la hoz del Huécar. Se han ido construyendo desde el siglo XV al XIX como solución a la escasez de terreno en el promontorio rocoso sobre el que se levantaba a ciudad. Fue la solución buscada por unos arquitectos imaginativos y temerarios que no dudaron en desafiar a la gravedad con tal de que la población aumentante de la Cuenca medieval no tuviera que edificar sus casas fuera del recinto amurallado.

Si entramos en cualquiera de ellos, por la supuesta planta baja de la calle Alfonso VIII, nos encontraremos con casas estrechas y plagadas de escaleras que suben y que bajan. A pie llano, ese piso, esa planta baja es un quinto o un sexto cuando cruzamos el pasillo y nos asomamos a las ventanas que dan a la hoz. ¡Oh, sorpresa! De repente estamos en un quinto piso. Y otros cinco más hacia arriba. No tiene lógica y explicárselo a alguien que no lo conoce puede ser divertido y casi imposible.

La incomodidad de vivir en estas casas, estrechas y sin ascensor, se supera con las bonitas vistas hacia la hoz, sobre el barrio de San Martín y frente al cerro del Socorro. La arquitectura vertical que predomina en todo el casco viejo de Cuenca cobra en estos edificios aires de grandeza. Apoyadas sobre la roca y, a su vez, en las viviendas laterales, elaboradas con tosca mampostería y vigas de madera, estas casas acogen, aún hoy en día, a vecinos de Cuenca de toda la vida. En ellas encontramos también desde restaurantes hasta alojamientos turísticos, coquetas casas rurales en medio de una ciudad medieval, que se ofertan como hospedaje para aquellos que quieran dormir en un rascacielos del siglo XV, construido cinco siglos antes de que William F. Lamb ideara el Empire State, aun hoy, el rascacielos más alto de Nueva York. A los rascacielos de Cuenca les queda mucho por crecer para igualar a ese edificio pero se conservan casi como el primer día y guardan en su interior la esencia de las casas coquetas y acogedoras de la ciudad antigua.

De fachadas luminosas y coloridas en la calle Alfonso VIII, muestran su cara pálida hacia el río, salpicada de ventanucos que son ojos de madera por los que asomarse a la inmensidad del paisaje conquense. Apiñados en la cornisa como piezas de un ‘tetris’ de piedra, por su fachada de San Martín aparecen estrechos, y por sus ventanas se asoma la vida del interior en forma de ropa tendida o del humo de una cocina donde borbollonea una olla de cocido o de potaje de bacalao.

Si paseamos al pie de estos edificios, por las calles bajas del barrio, pasando ya la iglesia de Santa Cruz, los viejos rascacielos nos acompañan vigilantes allá arriba. No hay vecinos que se asomen a más altura en toda la ciudad de Cuenca, y si en el último piso no se oyen los ruidos de la calle, ni el rumor del río, cierto será que sus moradores gustan más de la compañía de las golondrinas y los gorriones, hasta del buitre leonado de la Serranía, que se asoma curioso a sus tejados preguntándose qué extraña especie animal habrá construido su nido a semejante altura.

Los rascacielos son una más de las estampas conquenses, algo de lo que presumir ante los visitantes: “¿Sabe usted que en Cuenca tenemos rascacielos?” Algo tan típico que hasta se vende resolí en botellas con forma de estas edificaciones tan populares. Algo tan nuestro pero que muy pocos han tenido la oportunidad de asomarse a sus ventanas y disfrutar de la vistas o sufrir del vértigo ante el vacío abierto bajo nuestros pies.

POSTALES DE CUENCA. CALLE PILARES

Calle Pilares, antes Severo Catalina

‘Calle Severo Catalina, antes Pilares’. Esta leyenda puede verse en la fachada de uno de esos edificios típicos del casco antiguo de Cuenca con la fachada pintada de amarillo ocre junto a otro de paredes rojizas. Estamos junto a la plaza Mayor, en la calle estrecha que discurre a la derecha, según subimos, paralela a la plaza y a un nivel inferior. Y comenzaremos nuestro recorrido precisamente en el nombre actual, el del escritor Severo Catalina (Cuenca, 1832-Madrid, 1871). Fue periodista en la prensa local antes de marchar a Madrid donde siguió ejerciendo la profesión. Fue doctor en Derecho y licenciado en Filosofía y Letras. Llegó a ser director general de Instrucción Publica y Ministro de Marina, en 1868. En los últimos años de su vida perteneció a la Real Academia de la Lengua Española. De ideas conservadoras y catolicistas, Catalina dejó una serie de libros y discursos y una colección de citas y frases memorables. Recuperamos algunas: “El amor es un niño grande; las mujeres, su juguete”, “La esperanza es un árbol en flor que se balancea dulcemente al soplo de las ilusiones”, “La mayor parte de la gente confunde educación con instrucción”, “El cambio no sólo se produce tratando de obligarse a cambiar, sino tomando conciencia de lo que no funciona”, “La ilusión no es ni más ni menos que una degradación de la esperanza”. Ahí las dejamos, para su reflexión que bien puede hacerse al pasear por la calle que lleva su nombre. Pero deberá hacerlo muy concentrado porque los detalles que encontrará a su paso pueden distraerle.

El nombre tradicional y por el que aún se conoce a esta calle se debe a los pilares de piedra en los que se apoyaban las casas del lugar y que cubrían la calle hasta la plaza Mayor. Pero debemos hacernos a la idea de que la plaza estaba entonces al nivel que tiene ahora la calle Pilares. Aún se conservan esos soportes de piedra en los edificios que se asoman al barrio de San Miguel, sobre la hoz del Júcar y usted mismo podrá verlos en algunos de los bares de copas del túnel de bajada.

Explicado ya el motivo de los nombres de la calle, le proponemos ahora detenerse en los detalles. Discurre esta vía bajo la plaza Mayor desde la que se descuelga la vegetación en el primer tramo sin viviendas. Enfrente, entre lo que son hoy bares o restaurantes, aparecen las puertas, adinteladas o en forma de arco, con rejería más o menos elaborada en la ventanas, con fachadas de colores de hasta cinco alturas.

Entre los edificios, la calle presenta dos aberturas por las que discurren más que calles, callejones o túneles que se precipitan oscuros, entre escaleras y humedades, por debajo de las casas, buscando la luz del barrio de San Miguel. El primer pasadizo se abre en el centro de la calle y va a asomándose en zigzag al río terminando en un arco ojival. El segundo lo encontramos un poco más adelante y desemboca enfrente de la antigua iglesia de San Miguel. Estas callejuelas son verdaderas lecciones de la topografía conquense que tanto aprovecha los espacios.

Sin mucho esfuerzo nos podemos imaginar el trajín de los artesanos en tiempos del medievo con sus productos y su actividad en la calle, con su humildad y trabajo frente a la gran catedral, centro de la religiosidad y de la sociedad conquense.

En la calle Pilares encontramos aún algunos de los establecimientos más frecuentados por el grupo de pintores y artistas que vivieron o frecuentaron la ciudad desde los años 60, atraídos por la actividad cultural que rebullía en torno a Zóbel o Saura. Un ejemplo es el bar ‘Las Tortugas’. “El bar surgió en los años 70 ante la necesidad de dar acogida a una serie de intelectuales, artistas, pintores o poetas que vivían en esta zona mientras muchos vecinos se habían trasladado a la parte baja”, comenta Sinesio Barquín, el propietario. “Así surgió este bar y también ‘Los Elefantes’. Aquí se recogían las ideas de estos intelectuales, se organizaban tertulias, se presentaban libros,...” ‘Las Tortugas’ es, además de un bar de copas, un museo. En sus paredes se conservan muchos cuadros de aquellos pintores que pasaban sus ratos aquí en torno a una copa. “Todo lo que hay colgado lo he ido consiguiendo a lo largo de los años. Primero fueron los Sauras, incluido el primer número de la colección Antojos. Hay también cuadros de Bonifacio o del Equipo Crónica”.

Otro ejemplo es ‘Los Elefantes’. Los actuales propietarios del establecimiento desconocen el origen del nombre pero conservan en las estanterías y paredes una muy buena colección de paquidermos de diversos tamaños y formas y procedentes, sin duda, de todo el mundo. Entre ellos uno de gran tamaño obra de Tomás Bux y otros más domésticos, aquellos que aparecían en rojo sobre fondo amarillo en unos rollos de papel higiénico.

martes, 23 de noviembre de 2010

POSTALES DE CUENCA. EL OTOÑO

Vista del casco antiguo de Cuenca desde el puente de San Antón.

Antes de que llegue el frío intenso de diciembre, el paisaje de Cuenca nos regala las mejores fotografías del año. Es otoño y el otoño en Cuenca y en sus hoces, en sus riberas, visto desde los miradores o asomados a cualquier balcón, esquina o saliente de sus estrechas callejuelas medievales, presenta instantáneas que no debe perderse. Cuenca es en estos días de noviembre más bonita que en ningún otro momento del año.

Con abrigo, eso sí, porque ya son los días cortos y el sol se olvidó de calentar como lo hacía en agosto, le proponemos un paseo por las riberas de los ríos que abrazan la ciudad estos días con una bufanda amarilla. El punto de partida bien puede ser el puente de San Antón para apoyarnos en la barandilla y contemplar la suavidad con la que se desliza el Júcar a nuestros pies, rota sólo su superficie por la estela de los patos o por alguna rama que asoma del fondo cual periscopio que se encalló en el fondo tras la última riada. En frente, los edificios del casco antiguo. Monumental la mole agujereada de ventanucos del seminario. A su lado, Mangana repartiendo sus notas en la tarde de Cuenca por encima de los tejados. Y más arriba aún, el cerro del Socorro, que no quiere perderse el espectáculo de tan singulares vistas.

Ocupan el centro de nuestra foto los chopos del Júcar, mostrando un abanico de amarillos, ocres, anaranjados, marones y algún verde que se quedó rezagado. Día a día esas hojas temblorosas y sensibles ante la más mínima brisa van cambiando de color. La ictericia se apodera de ellas un poco más cada amanecer y llegará un soplo de viento, insensible, que las arrancará de su rama para llevarlas en ráfagas violentas o para balancearlas suavemente hasta caer, agónicas, sin vida, en el agua remansada del Júcar. Serán barco entonces y recorrerán el río hasta encallar en una orilla o hundirse hasta los lechos fluviales. Su viaje habrá sido al menos un espectáculo para los ojos que contemplan la postal del otoño de Cuenca.

Sigue la ribera del Júcar río arriba entre choperas y la carretera de la playa nos dirige hasta el puente de los Descalzos. Tras cruzarlo, la alfombra amarilla se abre camino bajo los sauces, avellanos y álamos. Chisporrotean las hojas a nuestro paso como la lumbre en la chimenea y los tímidos rayos de sol del postrero otoño se asoman entre el ramaje, cada vez más desnudo. Arrulla nuestro caminar el Júcar y las fuentes de Martín Alaja, la de la Peña del Ventorro o la del Batán.

Este puede ser un buen sitio para hacer una parada, descansar si lo necesitamos y, en cualquier caso, sacar de nuestra mochila el libro de poemas que elegimos para esta ruta otoñal. Una vez más, el poeta de Cuenca, será el mejor ejemplo para poner versos a la tarde de otoño. Este paisaje de amarillos y verdes sugirió a Federico Muelas estas líneas:

“Noviembre…

¡Qué desnuda / la acacia del sendero!

Trémulo llama a las cerradas puertas

noviembre, con el viejo

que lleva a las espaldas

un haz de largos retorcidos leños.

A todas sus llamadas

hay una arisca negativa dentro.

Una voz de mujer en la distancia

grita un nombre…

En el yermo

de los tejados crecen

soñando la ceniza del recuerdo.”



martes, 19 de octubre de 2010

...de 'El Principito', de Antoine de Saint-Exupéry


-¡Buenos días! -dijo el principito.

-¡Buenos días! -respondió el comerciante.

Era un comerciante de píldoras perfeccionadas que quitan la sed. Se toma una por semana y ya no se sienten ganas de beber.

-¿Por qué vendes eso? -preguntó el principito.

-Porque con esto se economiza mucho tiempo. Según el cálculo hecho por los expertos, se ahorran cincuenta y tres minutos por semana.

-¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?

-Lo que cada uno quiere...

"Si yo dispusiera de cincuenta y tres minutos para gastar -pensó el principito- caminaría muy suavemente hacia una fuente..."

Fuente de la Alhaja, Albalate de las Nogueras

miércoles, 6 de octubre de 2010

POR LAS CALLES DE SANTA MARTA

Pequeña bahía frente al pueblecito de pescadores de Taganga, cerca de Santa Marta.


En la ciudad colombiana de Santa Marta, la carrera 4ª es peatonal. En uno de sus tramos cuelga, atravesando la calle de pared a pared, un cartel que indica que esa vía es sólo para los peatones y que no pueden pasar ni carros, ni motos ni bicicletas. “Recuperemos la carrera 4ª para los peatones”, termina diciendo el letrero.
En las ciudades caribeñas y en general en toda América Latina, la vida se vive en la calle. Con el anochecer y tras la lluvia que esta tarde ha refrescado el ambiente un poco, sólo un poco, los carritos de comida han vuelto a salir a la calle; los restaurantes montan sus terrazas sobre los charcos; la señora del puesto de caramelos se sienta en la esquina del paseo del Camellón; los muchachos con rastas despliegan sobre el muro junto al mar el pañuelo con las pulseras, colgantes y aretes. ‘Artesanal, amigo, todo artesanal’. En la playa, ya caída la noche, siguen bañándose algunas personas; en un banquito junto a la orilla, un joven abraza a su enamorada; dos palmeras más adelante un señor con camisa blanca que viene arrastrando una bicicleta, se acerca y ofrece un cigarrillo de hierba. Y así, poco a poco, tras la lluvia que refresco sólo un poco ambiente, la actividad vuelve a las calles de Santa Marta. Bueno, a todas menos a la carrera 4ª, porque es peatonal.
Debe ser que los caribeños, como todos los latinoamericanos, gustan de pasar la vida en la calle (los 28 grados tras la lluvia acompañan al paseo), pero por las calles por las que pasan los taxis que las inundan, las motos que se juegan la vida entre los carros, las bicis del que vende ‘nosequé’, el carrito de los jugos de frutas o el de la carne asada o el de la recarga de celulares. Y si por una calle no pueden pasar esos vehículos que llevan la vida de un lado para otro con sus olores y sus musiquetas, el resto de la gente tampoco quieren pasar por esa calle. ¿Para qué una calle sólo para personas?
De esa forma la carrera 4ª de Santa Marta apenas es una calle solitaria. Por esa razón, las únicas personas que la transitan aprovechan la ausencia de personal para orinar en las puertas. Así podemos decir que en la ciudad colombiana de Santa Marta, la carrera 4ª es ‘meatonal’.

lunes, 25 de enero de 2010

ATARDECER EN LISBOA

Atardecer en el río Tejo, sobre el puente '25 de abril'

Regreso a Lisboa un año después para descubrir esta vez la ciudad al sol del invierno. Tras mi experiencia bajo la lluvia del año pasado, confío en el anticiclón de las Azores para pasar unos días agradables bajo la caricia del rubicundo Apolo.

Después de meterme un buen plato de bacalao entre pecho y espalda, el primer paseo por las calles de Lisboa me ha llevado hasta el río Tejo para contemplar una bonita puesta de sol. Ya siento de nuevo el empedrado de sus aceras en la planta de mis pies, el traqueteo del electrico subiendo las cuestas hasta el barrio de Graça, el sonido de un fado desparramarse entre las luces de las callejuelas de Alfama...

MÁS ALLÁ DE LOS BACHES...

Iglesia abandonada de Matallana, con el pico Ocejón (2.048 m) de fondo


“Hemos descrito círculos hasta que hemos llegado los dos otra vez al hogar. Lo hemos anulado todo menos nuestra libertad, todo menos nuestra alegría’

Walt Whitman


Es una de las cosas que aún tiene pendientes el alcalde de Campillo de Ranas, que le arreglen la carretera de acceso a la comarca del Ocejón. La ruta de la arquitectura negra de Guadalajara se ubica en el extremo noroeste de la provincia, cerca ya de la Comunidad de Madrid. Tanto si se accede desde la A-1 como desde la A-2, para llegar hasta Campillo, los últimos kilómetros de carretera son insufribles. Uno no sabe si es que no los arreglan porque no alcanza el presupuesto o porque definitivamente han decidido dejar la pista así con el objetivo de crear esa sensación de que uno llega al culo del mundo y que la civilización queda atrás, muy atrás.


Superada la prueba de conducción entre baches, el visitante llega a los pueblecitos de Campillo de Ranas, Majaelrayo, Robleluengo, Roblelacasa, El Espinar, Campillejo o el despoblado de Matallana. Estamos en el corazón de la zona de la arquitectura de pizarra que aporta una característica especial a las construcciones, el color negro. Estas piedras oscuras las encuentran los lugareños en el terreno y a lo largo de los siglos han sido su material de construcción. Fachadas, tejados y hasta el pavimento de las calles se hace con estas lascas lisas y brillantes. Entre el verdor del paisaje cuesta a veces distinguir los núcleos de población formados por pequeñas casas negras. De vez en cuando sobresale de los tejados una espadaña con dos campanas o una torre más elevada como la de Campillo de Ranas.


Nos encontramos en la vertiente oeste del pico del Ocejón que con 2.048 metros es uno de los más altos de Castilla-La Mancha. Su cima aparece nevada y semioculta entre las nieblas en los días de invierno. Al otro lado está Valverde de los Arroyos; a este lado está Majaelrayo, el pueblo de las danzas del Santo Niño (primer domingo de septiembre, declaradas de Interés Turístico Regional) y de aquel anuncio del coche todoterreno, “¿Y el Madrid qué, otra vez campeón de Europa?”, que decía el cabrero. Y unos kilómetros antes está Campillo de Ranas, el pueblo de las bodas civiles.


Esta historia comenzó en 2005 cuando el Parlamento Español aprobó los matrimonios entre homosexuales. Algunos alcaldes españoles se opusieron a oficiar bodas entre personas del mismo sexo en sus ayuntamientos en un intento de boicotear la Ley. Fue entonces cuando, desde un pueblo de 50 habitantes, al que se llega después de más una hora de carretera llena de baches, surgió segura la voz de su alcalde que clamaba: “Yo caso”.


Campillo de Ranas


Francisco Maroto es un alcalde joven, homosexual y dedicado a la apicultura. Aquella frase ha resultado, años después, un acierto para la revitalización de la economía de su municipio. Campillo de Ranas se ha convertido en un destino entre montañas al que acuden parejas de todo el mundo para casarse, la mitad de ellas homosexuales.


Iniciativas como ésta, sumadas a los proyectos de desarrollo promovidos desde programas europeos como el Leader, que han fomentado la proliferación de restaurantes y alojamientos rurales, han convertido a la comarca de Campillo de Ranas en un referente del turismo rural muy demandado.


Arquitectura popular de pizarra


Claro, que contaban ya con el decorado. El paisaje natural de estos pueblos negros es espectacular. El simple paseo por las calles enlosadas de pizarra o el senderismo por los alrededores en busca de las corrientes del tramo alto del río Jarama o de las chorreras del arroyo del Soto, son ofertas apetecibles para todos aquellos que quieran alejarse de la gran ciudad. Y si todo esto termina sentados a la mesa en torno a un buen asado de cordero o de cabrito, pues eso, que a uno le entran ganas, no sólo de casarse, sino de quedarse a vivir aquí para siempre.

Casas de pizarra en Campillo de Ranas

viernes, 8 de enero de 2010

ME FALTA UN VERANO

Playa de Huanchaco en el océano Pacífico

(Como complemento a la entrada 'Me voy a Perú con la maleta vacía' de junio de 2009)

Echando cuentas resulta que me falta un verano. Dicho así puede parecer que me defino a mí mismo como poco inteligente, que no razono como es debido (que todo puede ser), que me falta un hervor, que se dice también. Pero es cierto, me falta el verano de 2009. Esto es lo que ocurre cuando uno pasa los meses de julio, agosto y septiembre en el hemisferio sur.
Más allá de las consecuencias fisiológicas que esto pueda acarrear, que considero ya a estas alturas del año que no han sido demasiado graves, resulta que me he perdido los días de playa tumbado sobre la arena, mano sobre mano, escuchando las olas del mar; los atardeceres en pantalón corto y chanclas hasta las diez de la noche tomando cañas en cualquier terraza; los chapuzones en la playeta del Escabas o en la piscina de Albalate; las verbenas de los pueblos hasta el amanecer; el calor bochornoso de las cuatro de la tarde.
Si me he perdido todo eso, ¿qué he ganado? En primer lugar, muchas noches junto a una estufa, pero de eso no quiero acordarme. Quiero que estas líneas sean una reflexión sobre una experiencia vivida con pasión. Porque considero que si no fuera así no habría merecido la pena.
Lo cierto es que cuando me quise dar cuenta estaba viviendo en medio de los Andes compartiendo mi tiempo con un puñado de niños sucios y con la chompa rota, que sólo querían jugar cuando salían de la escuela, pero que tenían que sacar a pastar el cordero o el chanco, o coger en brazos a su hermanita pequeña o ir al río a lavar la ropa.
Recuerdo que cuando estaba haciendo la maleta no sabía qué meter, así que me la llevé vacía. Ahora, algunos meses después de regresar, he ido sacando poco a poco todo lo que me traje de Perú. El sitio que reservé para los paisajes lo ocupan las estampas de los cerros que me pateé arriba y abajo; el de los abrazos viene repleto, aunque me faltó uno fuerte que dar, por lo que tendré que volver; el hueco que dejé para las voces suena a las risas de los niños. Me he traído también los sabores de la salsa huancaína, del arroz chaufa y del maldito rocoto picante que no pude más que probar un poquito.
Tuve frío en las montañas y sentí el calor en mis manos cuando apreté otras manos. Me quedé con las ganas de ver el vuelo de los cóndores, por eso de compararlo con el del buitre leonado, pero escuché el agua de los manantiales en el nevado del Huaytapallana y sentí como caía helada por mi cabeza cuando mi amigo Víctor me purificó aquella mañana mágica.
Afortunadamente no me escupió ninguna llama maleducada y yo mismo comprobé que el sabor de las hojas de coca es amargo. Aún resuenan en mi mente, y espero que no dejen de hacerlo, las veladas musicales con el grupo Kallpa (hasta bailé ‘santiago’ una noche) y recuerdo las historias que me han contado día tras días los muchos amigos que conocí: Jose Valdivia, Marco, Jesús, Katia, la pequeña Micaela, Víctor, los niños de las escuelas de Pucará, Lucho, las amigas de APDH en Lima, Isa, Ronald...

La ciudad perdida de Machu Picchu

Quise mirar al cielo desde las cumbres de Machu Picchu para saber qué se siente y descubrí que lo más importante no es el lugar, por muy maravilloso que sea, sino lo que ves. Y yo he visto sonrisas en la pobreza. Y eso no lo olvidaré.

Janet, 8 años, con su gato en su casa de Pucará, Huancayo

Todo esto es lo que gané durante el verano de 2009. El verano que me perdí.